Hace ya una década que mi vida giró unos
kilómetros hacia el Oeste y decidí venirme
a vivir a Bilbao. Ya trabajaba en la capital y
pude asistir en primera fila al espectáculo de
su transformación en la preciosa, cosmopo
lita y vanguardista urbe en la que se ha con
vertido, pero no todo se debe al ingenio de
los Gehry, Foster y compañía, ni a la gestión
de los administradores públicos. Soy de la
opinión de que una ciudad la hacen grande
las gentes que la pueblan y que la visitan, la
engrandecen las personas que la mantienen
viva.
En este sentido, todo está muy bien interco
nectado hoy día y las ramificaciones vitales
se reparten como conexiones nerviosas en un
cerebro, pero el centro neurálgico de la Villa
hay que buscarlo en el Casco Viejo, allí don
de todo comenzó, el lugar donde surgió la
prestigiosa denominación de origen bilbaína.
Quizá no sea demasiado objetivo porque no
me duelen prendas en admitir que sucumbí
a su embrujo. Cuando buscaba piso sin de
masiadas referencias, una voz amiga a cuyo
encanto también acabé rendido, me aconsejó
que no me despistara y centrara el punto de
mira de mi petate. “El Casco Viejo engan
cha”, me advirtió entonces y hoy puedo dar
fe de que no se equivocaba.
Es un lugar coqueto, amable, bonito para pa
sear e interesante para conocer los entresijos
del crecimiento de Bilbao desde sus primige
nias Siete Calles, pero todo ello no sería su
ficiente sin el calor humano que desprenden
todos sus cantones. El Casco Viejo obnubila
por su dinamismo, embelesa por la vida que
transmiten sus calles y cautiva porque sus
comercios y locales de hostelería impregnan
al conjunto de su particular forma de hacer.
Cada uno aporta un pequeño ingrediente a la
marmita diaria conformando un menú espe
cial cargado de magia.
Eric y Manu, callejeros ambos, llevan años
interactuando con los que han venido a de
nominar “dependientes”, esas personas que
desde hace muchos años llevan poniendo su
granito de arena para que el que cruza el um
bral de su establecimiento salga satisfecho.
Ellos son en gran medida los artífices de que
la ciudad se mantenga llena de vida y con este
trabajo les han querido rendir un más que
merecido homenaje.
Bien porque desde detrás de un mostrador
han sido infinitas las sonrisas gratuitas que
han dispensado, bien porque se han preocu
pado como pocos por ofrecer productos de
calidad o bien porque han dejado y dejan
muy alto el listón de la profesionalidad, estos
entrañables dependientes se han ganado un
hueco en el corazón de los que les visitamos
o hemos visitado con cierta frecuencia. No
Guardianes del
alma de la ciudad